Historia

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LA FIESTA DEL PINO
Por Francisco González Díaz («Teror», 1918)

Me encuentro en la villa de Teror, a donde vine para presenciar la célebre fiesta y romería del Pino. Escribo en medio del bullicio con que los últimos romeros se retiran, a la vista de las montañas que se recortan nítidamente sobre un maravilloso cielo azul, bajo la caricia adormecedora de un ambiente que me invita al sueño, o mejor, al ensueño. El paisaje, hermoso de suyo, acrece su belleza con las luces de esta mañana primaveral en que todo suavemente ríe: cielo, tierra, y mar… Parten en este momento los últimos carros de los feriantes, verdaderos carros de gitanos, enormes y pesados de vehiculos, llevandose en montón la retaguardia, la reserva de la masa humana que por espacio de tres dias, ha invadido Teror.

El espectáculo es original, extraño, pintoresco. Hombres, mujeres y niños van mezclados, confundidos en forma de apretada piña, en promiscuidad repugnante y mal oliente. Evocan la misión teatral y pictórica de esas caravanas de bohemios que pasean por el mundo entre sórdidos andrajos el espíritu rebelde de la eterna raza nómada.. Este espíritu llora en las notas desgarradas de las guitarras que amenizan el desfile, en la ronca voz de los cantadores, en el chirrido de los devencidos carromatos, en el rostro pálido y ojeroso de las mujeres, en el sonsonete de las coplas moribundas, en el gemido de las criaturas olvidadas y como abandonadas por sus madres. El maleficio del alcohol produce estos postreros de espasmos de la gran muchedumbre.

Los que se marchan tienen prisa: prisa de huir, prisa de volver al ritmo ordenado de la vida ordinaria. Recogen sus bártulos y toman por asalto las inmensas carreteras. La tribu se desbanda en medio de la magnifica aureola de un solo de primavera, en medio de una apoteósis de la naturaleza que hace brillar como un “arca sacnctorum” el santuario.

Ha concluido la fiesta sin incidentes ni desórdenes a pesar de la confusión del gentío, en que se mezcló la hez de la plebe. Desde los puntos más lejanos de la isla vinieron en oleadas los peregrinos, atraidos por una fé primitiva y candorosa. Cada sendero presentaba en la vispera, la aparencia de un humano hormiguro. Las gentes llegaban bailando, cantando, entonando himnos a la Virgen y formaban alrededor de la iglesia su campamento. No menos de diez personas tomaban posiciones en la plaza, en las calles y en las cercanías del pueblo, que apenascuenta mil habitantes. Casi todas han tenido que dormir á la belle étoile.

¿Qué sentimiento o que instinto mueve a toda esa multitud? Indudablemente un móvil religioso, aunque desnaturalizado y quizás pervertido en sus manifestaciones externas. En torno del santuario se bebe, se baila, se grita y se disputa; pero cuando la imagen de Nuestra Señora del Pino aparece en la puerta del templo cesan como por encanto todas las voces, todas las conversaciones, todos los ruidos; callan las guitarras, se truca la general inquietud en un movimiento de prosternación y reverencia. Algunos de los presentes caen de rodillas; los campesinos quedan como en éxtasis, absortos en la contemplación de la efigie sagrada y amada.

Es el instante en que sale la procesión instante de una grandiosidad indescriptible. El torno de la Virgen, suntuoso; todo de plata, hiende y rompe las estrechas filas del concurso y, a su paso, van cayendo de hinojos como heridos de un rayo de fé los remeros y feriantes que poco ha alborotan con sus porfías de mercaderes, o con sus baquicos excesos. Hácese en el mercado un silencio mistico, claustral. Nuestra Señora pasa entre cabezas inclinadas. Es una vieja escultura pequeña, envueltas en sedas y oros, sobrecargada de joyas, como ahogada y eclipsada bajo la pedrería que le han ofrecido muchas generaciones de creyentes; una reliquia fundida con un tesoro. No importa. Las miradas van a ella como si fueran al cielo. Las almas la buscan y la llaman; hasta los escépticos sienten pasar el soplo de un no sé qué divino a cuyo influjo los pueblos infantilmente sencillos viven en perpetuo arrobamiento.

Es hermoso, mírese como se mire. Detrás del trono que atraviesa con lentitud y dificultad el apiñádo gentío semejante a un rebaño apelotonado, marcha bajo palio, revestido, de los ornamentos pontificiales, el Obispo de la Diócesis; varios capitulares acompañan al Obispo, cuya mano se extiende sin cesar sobre la multitud en un ademán de bendición. Las campanas de la iglesia voltean, alegres; los cohetazos y los morteros estallan en cien puntos; largas líneas de cirios encendidos encuadran el cortejo, que avanza entre deslumbramientos de la gloria del sol matinal!.. Chispean los brillantes de la corona de la Virgen, y el rostro inexpresivo de “la preferida” parece animarse y colorearse en la emoción del triunfo.

La comitiva procesional da la vuelta al santuario con el mismo orden y el mismo prodigiosos recogimiento. Los voladores zigzaguean en el espacio como sierpes luminosas, explotan a los pies de los espectadores y entran silbando por las ventanas de las casas como mensajeros de alegría. Son un tributo de fuego ofrecido a la madre de Dios, la realización de otras tantas promesas. Los que no ofrecen velas de cera, ex-votos y donativos en metálico, ofrecen cohetes; centenares de pesetas quedan así, en pocos minutos, convertidas en humo…

Al regreso de la procesión, el trono de Nuestra Señora hace una parada en la puerta del templo, de frente a la muchedumbre: es el momento de “la despedida”. Se oyen gemidos imploraciones, súplicas, frases de pasión religiosa exaltada hasta el delirio. Los favorecedores le dan gracias. ¡Volvemos el año que viene! –claman muchos- si nos das vida, y nos sigues dispensando tu protección! El obispo y su séquito eclesiastico, de rodillas, adoran brevemente la santa imagen. Los cohetes, lanzados en grandes haces, fingen estallar sobre aquel oceano humano, el tableteo de continuados truenos. Visto desde lo alto, como lo vi yo, el cuadro resulta artísticamente magnífico e innarrable.

Una vez al año la calma de Teror se interrumpe con estas fiestas, medio religiosas, medio profanas. El maremagnun de la feria de ganados y de las transacciones mercantiles, realizadas junto al templo, se una a las manifestaciones devotas de los incontables romeros. Toda Gran Canaria por todos sus caminos, desde todos sus rincones, desde todas sus cumbres, envia a Teror carabanas jubilosas que la invaden completamente y se desbordan de sus muros por la bella campiña. Los peregrinos llevan consigo provisiones, menajes, tiendas de campaña, como las tribus emigradoras. Arman sus ventorrillos e instalan su campamento en la plaza, duermen sobre las aceras en “pele mele” horrible, o no duermen entregandose a las ruidosas expansiones que convierten la romería en una juerga.

Se comprende que la parroquia de Teror sea la más rica de la isla, gracias al prestigio y atracción de su Virgen del Pino. El total de las ofrendas anuales asciende a muchos miles de pesetas. En dinero, en cera, y en objetos de culto, va acumulandose así, de año en año, un gran caudal. Además, la virgen posee en alhajas una riqueza muy valiosa, como dije al principìo: mantos costosisímos bordados en plata y oro, piezas de orfebrería antigua, collares, sortijas, brazaletes, esmeraldas enormes.

Sin contar esta fiesta clásica y tradicional, esta conmemoración del 8 de Septiembre, celébrese en Teror con frecuencia funciones votivas en honor de Nuestra Señora del Pino. Los “indianos” se distinguen en honrarla. Muchos vienen de Cuba Exclusivamente para depositar su óbolo, su plegaria, su tributo a las plantas de sacra efigie. Le atribullen milagros asombrosos, curaciones mágicas y la cándida fe popular no cesa de rogarle y de pedirle. Cuando la sequía se prolonga en la comarca, los terorenses sacan su Virgen a la calle, la pasean por los campos y esperan, llenos de confianza, la lluvia bienhechora que, según ellos, no debe tardar en caer como una bendición de las alturas.

Todo se lo piden. La miran como refugio de los pecadores, como consoladora de los afligiados, como paño de lágrimas, como universal proveedora y madre. Siempre le están cantando la letanía.

No bien la procesión entra en el templo, comienza a desfilar la inmensa concurrencia, que se va como vino, en oleadas. El desbande es curioso. Los automoviles, los carruajes, los carros de transportar fruta utilizados para el transporte de romeros, las tartanas, los centenares de vehículos alineados a la salida de Teror a ambos lados de la carretera, recogen su gente y se la llevan en medio de nubes cegadoras de polvo, en una confusión heteróclita y mareante. Los que vinieron a pie, a pie se vuelven coantando y bailando. Los vendedores cargan fatigosamente el resto de la mercancía, y la vocean y la ofrecen en todo el trayecto, siendo casi seguro que la liquidarán antes de llegar a los punto sde su procedencia.

Los ventorros, desmontados, desaparecen en el fondo de los carromatos, donde la turbas de gitanos tornan a amontonarse…En el camino hay numerosos despachos de bebidas, dispuestos para la circunstancia. Las libaciones continúan sin tregua y ya sin duda muy pocos se acuerdan de la Virgen, en cuyo nombre y en cuya glorificación se refocilan hasta el agotamiento de su resistencia física, verdaderamente imponderable.

Otra vez los senderos semejan hormigueros humanos; pero de aquellas homigas muchas efectúan un fructuoso acarreo, cargan el producto de un tráfico menudo y activísimo, hecho al abrigo de la devoción mariana y del santuario, mientras otras, las de más alla, se dejan todo lo que llevaron. Y en la disolución final de todos los placeres, les sonríe la esperanza de la festividad del año venidero, que será para ellas como esta, vana y estéril, y al término triste…

Solo quedan en Teror las “turroneras” las primeras en llegar, las últimas en retirarse. Son las vendedoras de turrón del pais, que siempre hacen buen negocio en la festividad del año venidero, que será para ellas como esta, vana y estéril, y al término triste…

Solo quedan en Teror las “turroneras”, las primeras en llegar, las últimas en retirarse. Son las vendedoras de turrón del país, que siempre hacen buen negocio en las festividades populares. Con su caja de madera pintada, llena de apetitosa golosina que tienta a grandes y chicos, de su descomunal paraguas azaul y su farol, constituyen en Gran Canaria una figura típica, una nota viviente de regionalismo.

Ellas no se irán hasta que haya partido el último romero, el último feriante, el último turista, porque aún esperan vender el último turrón. Las cajas se han vaciado y se han vuelto a llenar muchas veces. ¡Nunca se acaba su contenido! Y ellas gritaban, infatigables, a los rezagados: un turroncito para los niños!

A las diez de la noche todavía hay unas cincuenta turroneras en torno del santuario, empeñadas en dulcificar a los juerguistas retrasados las heces del jolgorio.